Novena a San Francisco de Asís
25 de Septiembre – 3 de Octubre
Oración Inicial
Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Padre y Redentor mío, en quien creo, en quien espero, y a quien amo sobre todas las cosas, me pesa de lo íntimo de mi corazón de haberos ofendido y de haber sido tan ingrato a vuestros inmensos beneficios, renovando, con mis pecados, las penas de vuestra Pasión y Muerte. Ahora propongo enmendarme y tener más presente vuestras penas, a imitación de vuestro fidelísimo siervo Francisco, cuya protección imploro en este día, para alcanzar de Vos lo que más convenga a vuestra mayor gloria y bien de mi alma.
Amén.
DÍA NOVENO
CONSIDERACIÓN
Considera la muerte de San Francisco. Dos años todavía permaneció en este mundo, luego de la impresión de las Sagradas llagas. Herido de muerte por el Amor Divino, vive y no muere, muere y no muere; vive muriendo y muere viviendo. “¡Ay de mí! -exclama sin cesar- que no sé otra cosa que a Jesucristo y éste crucificado; para mí el mundo está ya crucificado y yo estoy crucificado para el mundo; con Cristo estoy clavado en la cruz y en mi cuerpo llevo impresos sus estigmas; vivo yo, mas no yo sino que Cristo crucificado vive en mí”.
Sentado en humilde jumentillo, por no poder andar por las llagas de los pies; sin vista en los ojos del cuerpo, perdida por el excesivo llorar; con las manos taladradas y recogidas delante de su abierto costado en forma de cruz, el llagado San Francisco, acompañado de sus discípulos, recorría los pueblos y ciudades, repitiendo entre transportes divinos, esos amorosos suspiros. Los últimos días, recrudecidos los dolores, pidió perdón a su cuerpo, ahora sangrante por las llagas, por haberle maltratado antes en provecho del espíritu; dictó su admirable testamento, el recuerdo de su paciencia inalterable, de su humildad profunda, de su caridad inmensa, de su celo ardiente, de su amor a Dios que fue inexplicable.
Nos dejó su bendición, que dio al tiempo de morir a sus discípulos presentes y a los que le sucediesen hasta el fin del mundo. Como el momento se aproximaba, se tendió desnudo como Jesucristo, sobre el duro suelo y extendió sus llagadas manos en cruz; sus discípulos derramaban lágrimas al ver que partiría San Francisco, a quien tanto amaban. Él rezaba, con voz clara y sonora el salmo 141, y al terminar el verso que dice: “Señor sacad de mi alma esta cárcel”, entregó su espíritu. Su alma, en forma de refulgente estrella rodeada de luz clarísima y precedida de inefables resplandores, fue vista cruzar las nubes y subir al cielo.
EJEMPLO
Comenta el libro de Florecillas de San Francisco: “Los hermanos, que habían acudido a Santa María de los Ángeles con multitud de gente de las ciudades vecinas, pasaron aquella noche del tránsito de San Francisco en divinas alabanzas; en tal forma que, por la dulzura de los cánticos y el resplandor de las luces, más parecía una vigilia de ángeles. Llegada la mañana, se reunió una muchedumbre de la ciudad de Asís con todo el clero; y, levantando el sagrado cuerpo del bienaventurado Francisco del lugar en que había muerto, entre himnos y cánticos, al son de trompetas, lo trasladaron con todo honor a la ciudad. Para acompañar con toda solemnidad los sagrados restos, cada uno portaba ramos de olivo y de otros árboles, y, en medio de infinitas antorchas, entonaban a plena voz cánticos de alabanza.
Cuando llegaron al lugar donde por primera vez había establecido la Religión y Orden de las Vírgenes y Señoras pobres, lo colocaron en la Iglesia de San Damián, morada de las hermanas; abrieron la pequeña ventana a través de la que determinados días suelen recibir el sacramento del Cuerpo del Señor. Descubrieron el arca que encerraba aquel tesoro de celestiales virtudes; el arca en que era llevado, entre pocos, quien arrastraba multitudes. Santa Clara, en verdad clara por la santidad de sus méritos, primera madre de todas las otras (fue la primera planta de esta Santa Orden), se acercó con las demás hijas a contemplar a San Francisco, que silencioso hallábase en aquel lugar.
Al contemplarlo, rompieron en continuos suspiros, en profundos gemidos del corazón y copiosas lágrimas, y con voz entrecortada comenzaron a exclamar: “Padre, padre, ¿qué vamos a hacer? ¿Por qué nos dejas a nosotras, pobrecitas? ¿A quién nos confías en tanta desolación? Contigo ha desaparecido todo nuestro consuelo, y para nosotras, sepultadas al mundo, ya no queda solaz que se le pueda equiparar. ¿Quién nos ayudará en tanta pobreza de méritos, no menos que de bienes materiales? Tristeza y alegría”.
Mas el pudor virginal se imponía sobre tan copioso llanto. Dominadas por sentimientos le besaban aquellas coruscantes manos, adornadas de preciosísimas gemas y rutilantes margaritas; retirado el cuerpo, se cerró para ellas aquella puerta que no volvería a abrirse para dolor semejante. ¡Cuánta era la pena de todos ante los afligidos y piadosos lamentos de estas vírgenes!
Llegados, por fin, a la ciudad, con gran alegría y júbilo depositaron el Santísimo cuerpo en lugar sagrado y desde entonces más sagrado, la Iglesia de San Jorge. A gloria del sumo y omnipotente Dios, ilumina desde allí el mundo con multitud de milagros, de la misma manera que hasta ahora lo ha ilustrado maravillosamente con la doctrina de la santa predicación. ¡Gracias a Dios! Amén”.
Medítese brevemente en el misterio de la muerte como último llamado de Dios y manifestación de su Voluntad, al cual debemos responder como las vírgenes prudentes, con la lámpara encendida. Pídase la gracia que se necesite.
(Récense cinco Padre Nuestros, Ave Marías y Glorias en honor de las cinco llagas de nuestro Santo Patrono y déjese un compromiso práctico al final de cada meditación).
Oración Final
¡Gloriosísimo San Francisco! Tú que por tu amor a Jesús pobre en Belén, en la Cruz y en la Eucaristía y por tu docilidad y entrega sin reserva a la divina Voluntad, dejaste resplandecer en tu rostro la imagen purísima de Nuestro Redentor, te pedimos que intercedas por nosotros ante el Padre, para que unidos en un mismo Espíritu guardemos su Palabra con tanto ardor y celo como tú la guardaste, y alcancemos en esta vida esa alegre expropiación de nuestra propia voluntad revelada en la Existencia Eucarística de Nuestro Señor, para ser como Él, verdadero alimento para la vida del mundo. Por Jesucristo Nuestro Señor.
HIMNO A SAN FRANCISCO
CORO
¡Gloria a Francisco cantemos
nuestro principal Patrono
gloria a una voz entonemos
gloria, alabanza y honor!
1. Antes de tu nacimiento,
nos dicen lo que serás
voces de bien y de paz
y luces del firmamento:
de gracia serás portento,
de virtudes esplendor.
2. En vil establo naciste
como en pesebre Jesús,
desde el cual hasta la cruz,
paso a paso le seguiste:
siempre tras Jesús corriste,
¡con qué anhelo!
¡Con qué ardor!.
3. Con la pobreza desposas,
hollando fausto y riqueza,
clamando con entereza:
“Dios mío y todas las cosas”;
de tres Órdenes famosas
llegas a ser fundador.
4. Humilde y pobre sayal,
con tosca cuerda ceñido
y pie descalzo, has querido
por librea y por caudal;
¡oh pobreza celestial
joya de ingente valor!
5. Sobre el Alvernia arrobado
contemplabas la Pasión,
cuando a ti de alta región,
bajó un serafín alado,
que en manos,
pies y costado
te imprimió llagas de amor.
6. En Cristo crucificado
con divina maestría,
fuiste ya desde aquel día,
perfectamente trocado;
el orbe entero admirado,
celebra tan gran favor.
7. Seamos imitadores
de tan divino modelo,
y con devoción y celo,
repitamos mil loores
al que es fiel intercesor
ante el Trono del Señor.
Responsorio
V/ Ruega por nosotros, Bienaventurado San Francisco.
R/ Para que seamos dignos de las promesas de Nuestro Señor Jesucristo.
DIA OCTAVO
CONSIDERACIÓN
Considera el grande amor que tuvo San Francisco a Dios y cómo lo manifestaba. La naturaleza era un libro donde contemplaba las bondades del Señor, no viendo en las criaturas sino pequeños arroyuelos de la perfección infinita de Dios hacia la cual él de continuo se extasiaba. Ocupaba su mente en su Amado, fija su mirada en sus celestiales resplandores, se levantaba extático; unas veces sobre las copas de los árboles y otras volaba por la región de los aires, acercándose por la contemplación, a la fuente de la luz inaccesible. ¿Quién puede concebir la abundancia de amor que inundaba su alma?
La imagen del Crucificado le movía a lágrimas con sólo mirarla; la Pasión y Muerte de un Dios no se apartaban de su memoria, y familiarizado con ese recuerdo llenaba los aires de ardientes suspiros, regaba el duro suelo con lágrimas, se daba golpes al pecho, gritaba y se quejaba como si sintiera arrancársele el alma. ¿Qué tienes Padre? Le preguntaban sus discípulos. “¡Ay! -contestaba enamorado- lloro la muerte de mi Señor Jesucristo, y me lamento de que los hombres no lloren”.
EJEMPLO
Habiéndose retirado San Francisco, dos años antes de su muerte, al monte Alvernia, para ejercitarse allí con más quietud de su alma en la dolorosa Pasión de Nuestro Señor Jesucristo; regalábale Dios con tan extraordinarios favores, que ignoraba si vivía en este mundo. En una misteriosa noche, parecía que todo el monte ardía en esplendente llama, que iluminaba los valles del contorno, como si el sol estuviese sobre el horizonte. San Francisco se sintió como fuera de sí, y alzando los ojos al cielo, vio bajar, hendiendo los aires, un como Serafín con seis alas encendidas y rodeado de inefables resplandores. Cuando llegó cerca, divisó el varón de Dios -dice San Buenaventura- que no sólo era alado, sino también crucificado dolorosamente.
Al contemplarle así, inflamábase el alma de San Francisco en deseos inextinguibles de amar y sufrir; amar al que al mismo tiempo le veía. Mas por íntimos y misteriosos coloquios, comprendió que, siendo incompatible la inmortalidad del Serafín con la flaqueza del padecer, no por martirio de la carne, como él había deseado, sino por incendio de amor, quedaría transformado en imagen viva del Redentor. Encendióse como un volcán de amor en su interior, siendo así que, aberturas misteriosas en forma de llagas, se descubrían en su exterior, teniendo atravesados sus pies y manos por extraños clavos en su dolorida carne, con sus cabezas por un lado y sus retorcidas puntas por el opuesto, y en el costado derecho una herida ancha y profunda, como si el hierro de una lanza la hubiese causado. Y así, al bajar del monte, vino con la efigie del Crucificado, no en talla de piedra o madera, por mano del hombre, sino impresa y delineada en su carne con el dedo de Dios vivo.
Medítese brevemente en aquella mirada de predilección que tuvo san Francisco para con el Señor.
Pídase la gracia que se necesite.
(Récense cinco Padre Nuestros, Ave Marías y Glorias en honor de las cinco llagas de nuestro Santo Patrono y déjese un compromiso práctico al final de cada meditación).
DÍA SÉPTIMO
CONSIDERACIÓN
Considera la mortificación, el celo por la salvación de las almas y el grandísimo amor a Dios de San Francisco. Él era inocente, no había tiznado siquiera su frente la imagen del crimen, y no obstante, sujeta su carne virginal a los rigores de una mortificación sin rival entre los más grandes penitentes. Ya se arroja en los helados estanques, ya extiende su cuerpo sobre carbones encendidos, ya se recuesta desnudo sobre las punzantes espinas. Su comida son las raíces amargas, su vestido un horroroso cilicio, su bebida el agua mezclada con lágrimas que derrama, en vista de un Dios sediento y moribundo.
Arde en su pecho un fuego divino, desea convertir al mundo, manda apóstoles nuevos a todas las regiones, y se lanza él mismo en las poblaciones de Europa, predicando y fundando conventos. Aspira al martirio, y embarcarse repetidas veces para llevar el Evangelio a los bárbaros; no puede conseguir la palma de los mártires, y vuelve, en alas del fervor, a los desiertos de su patria, allí desahoga su enardecido amor a Dios a rienda suelta, atruena los aires con sollozos y clamores; continúa sus disciplinas hasta faltarle la sangre, desfallecido y sin fuerzas, pasa sus interminables vigilias interrumpiendo el silencio de la noche con esa aspiración sublime: “Dios mío y todas las cosas”.
EJEMPLO
Cuando San Francisco por amor de Dios, se aborrecía a sí mismo, hasta declararse verdugo de su cuerpo, otro tanto amaba y se enardecía con las criaturas, en las que veía reflejarse la bondad y magnificencia del Creador. Desde el sol, que espléndido alumbra los cielos y a quien San Francisco le consagró un cántico, hasta el humilde gusanito oculto entre la hierba y la florecilla silvestre, y el aire y el agua, el átomo de arena, todas esas criaturas miraba como hechura de las manos de Dios, y a todas llamaba sus hermanitas, llegando a hablar tiernamente con ellas.
Los corderos, sobre todo, le movían siempre a mucha ternura con sólo verlos, y solía llorar cuando los miraba en algún peligro. Amaba con particularidad a los hermanos pajarillos, como él decía, y una vez, yendo de camino con Fr. Masseo, se puso a predicarles, y ellos venían del aire y de las ramas de los árboles y, en derredor suyo, se ponían muy mansos y muy callados a oírle; decía, según cuentan las crónicas: “Pájaros, hermanitos míos, vosotros estáis muy obligados a alabar a vuestro Criador, porque os ha dado la vida, y con ella, graciosas alas para volar por la vasta región del aire, y picos finos para cantar sus alabanzas; además de esto, vosotros no sembráis y no segáis, y Dios os alimenta con su providencia, dándoos los ríos y las fuentes para vuestra bebida, los montes y los valles para vuestro refugio, y los árboles altos para hacer en ellos vuestros nidos, y conociendo que vosotros no sabéis hilar, ni coser, Dios os viste a vosotros y a vuestros hijos; por todo lo cual, pajaritos míos, habéis de alabar y bendecir a Dios”. Y al decir estas palabras, todas aquellas avecillas abrieron sus picos, tendieron los cuellos, sacudieron las alas y con apacibles gorjeos, mostraron su docilidad y su júbilo.
San Francisco las miraba con grandísimo placer, y quedaba embelesado de su mansedumbre, belleza y variedad de colores, y de su familiaridad y atención en escucharle. Por eso se reprendía a sí, de no haber pensado antes en predicar a las avecillas que tan reverentes oían la Palabra de Dios. Por fin les dio la bendición para que volasen, y ellas se dispersaron en distintas direcciones, entendiendo el Santo, con esto, que así irán sus discípulos por el mundo, a modo de avecillas, mansas e inocentes, no poseyendo nada propio y sólo confiando en la providencia con que Dios les atiende desde el cielo.
Medítese brevemente en el don de la virginidad por el Reino de los cielos y la conciencia de ser alimento para la vida del mundo; lo cual debe acrecentar el celo ardiente por la salvación de las almas.
Pídase la gracia que se necesite.
(Récense cinco Padre Nuestros, Ave Marías y Glorias en honor de las cinco llagas de nuestro Santo Patrono y déjese un compromiso práctico al final de cada meditación).
DÍA SEXTO
CONSIDERACIÓN
Considera la profundísima humildad de San Francisco, por la cual es llamado el humilde San Francisco. Por humildad se asocia a los insultos de los libertinos que se mofan de su virtud, se confunde cuando los aplausos de los pueblos profetizan su santidad, y gime y llora sin consuelo creyéndose a sí mismo el mayor pecador del mundo, y teniéndose por indigno de que le sostenga la tierra que pisa. Por humildad rehúsa ser superior de la Orden que por inspiración divina ha fundado, y quiere más obedecer que mandar; por eso nombra otro superior, y está pronto a obedecer ciegamente al último novicio que le pongan de guardián.
Por humildad, se horroriza santamente de la elevadísima dignidad del sacerdote; por humildad se arroja con frecuencia al suelo y manda que le pisen y al mismo tiempo le insulten, como al gusano más vil y despreciable; por humildad, en fin, la historia lo reconoce por el hombre humilde por sobrenombre, humilde en sus vestidos, humilde en sus aspiraciones, humilde en sus afectos, humilde en lo más duro que tiene el hombre, en el despojo de sí mismo y de sus más delicados sentimientos.
EJEMPLO
San Francisco, en su profundísima humildad, no podía sufrir que le tuviesen por otro de lo que él mismo se creía que era, y por eso les decía a sus compañeros que le tuvieran por el mayor pecador del mundo; pero uno de ellos le dijo un día: “¿Cómo quieres que yo crea, con verdad, que tú eres el mayor pecador del mundo, cuando todas las gentes y pueblos se convierten a Dios con sólo contemplar tus virtudes? Nosotros, tus hijos, vemos con frecuencia que Cristo y su divina Madre conversan contigo familiarmente, teniendo revelación de que el Señor te ha encumbrado tanto, que allá en el cielo, entre los más elevados Serafines, tienes trono, el más resplandeciente para ti. ¿Cómo puedes decir, con verdad, y cómo podemos nosotros creer que tú eres el mayor pecador del mundo?, esto no puede ser…”
“Ay hermano, -contestó entre lágrimas y suspiros San Francisco- has de saber que eso precisamente es lo que me humilla, me confunde y me hace gemir inconsolable, al ver que soy otro de lo que pensáis de mí. Yo sé, conozco y creo que si el hombre más pecador del mundo recibiera del Señor los favores y mercedes que yo recibo, correspondería mejor que yo a ellos, y si Dios levantase su mano de mí y no me sostuviera, conozco que cometería mayores males que todos ellos, y por esto digo y quiero que sepáis la verdad: que yo soy el mayor pecador y el más ingrato de todos los hombres”.
Esta ciencia tan profunda de la humildad, que los sabios del mundo no conocen, la tenía San Francisco, y una santidad tan grande como la suya unida a tan profundísima humildad le mereció ir a ocupar en el cielo el encumbrado trono de la gloria que Lucifer perdió por su soberbia, y del cual le hablaba, por revelación divina, el compañero.
Medítese brevemente en la humildad como virtud
sin la cual los Peregrinos no podemos vivir
la alegre expropiación de nuestra voluntad.
Pídase la gracia que se necesite.
(Récense cinco Padre Nuestros, Ave Marías y Glorias en honor de las cinco llagas de nuestro Santo Patrono y déjese un compromiso práctico al final de cada meditación).
DIA QUINTO
CONSIDERACION
Considera la firme y segura esperanza que San Francisco tenía en Dios, por cuyo amor había dejado todas las cosas. Teniendo a Dios, lo tenía todo, y fuera de Dios no veía ni quería nada. Al fundar la Orden de Hermanos Menores, prohíbe a sus frailes las herencias, las casas, el dinero; no quiere que posean como suyo, ni siquiera un palmo de tierra. Y para proveerse del necesario alimento, les dice: “Vayan a la mesa del Señor pidiendo limosna de puerta en puerta”. Intenta fundar la segunda Orden, llamada por él, “de Señoras pobres”; parece que a estas pobres religiosas les permitirá tener bienes, porque viviendo en clausura y, sobre todo, siendo mujeres, no conviene salgan a pedir limosna.
No fue así, quiere que se contenten con lo que reciban espontáneamente de los piadosos bienhechores, y de lo que ellas pudiesen procurarse con una labor honesta de sus manos. Aunque pareciese imposible, de suerte que el Sumo Pontífice quería dispensarlas sobre esto, Clara, la primera en seguir a San francisco, y madre de todas ellas, rehúsa humildemente tal dispensa.
San Francisco funda una Tercera Orden, advirtiéndoles dulcemente que aunque continúen viviendo en el mundo, no sean solícitos de las cosas temporales, que busquen ante todo a Dios y las cosas celestiales; que usen las cosas del mundo como si no las usasen, y vean que las avecillas del cielo no siembran, ni los lirios y flores del campo se visten, y sin embargo Dios cuida de ellos.
Y si la pobreza y el desprendimiento, desconocido desde el tiempo de los Apóstoles y sostenido por una gran confianza en Dios, llega a practicarse por Francisco, que ni un grano de arena poseyó; aun contando con tan sólo los cinco panes de su pobreza, alimentó alegremente las ovejas a su cargo, dándose a sí mismo como alimento.
EJEMPLO
En el año 1219, convocó San Francisco un Capítulo general en Santa María de los Ángeles, cerca de Asís con el fin de tratar del bien de la Orden que diez años atrás había fundado. Más de cinco mil frailes de diferentes lenguas y naciones se reunieron. Acamparon por sesiones debido a la cantidad, en tiendas cubiertas con mimbres y esteras. Allí, se mantenían en continua oración, cantando salmos y alabanzas a Dios, con la naturaleza como templo, por altar la tienda y por cúpula los cielos, dormían sobre el duro suelo o sobre algunas ramas de árboles, y el silencio, la paz y el deseo de alcanzar la patria celeste, reinaban en medio de aquella prodigiosa multitud. El glorioso Santo Domingo, hermanado santamente con San Francisco, estaba allí y a la vista de tan gran muchedumbre, se preocupó en demasía por la manutención de los miles de religiosos, pero San Francisco replicó con dulzura: “Esto no me pertenece a mí, sino a Nuestro Señor que, según me ha prometido, nunca faltará a los suyos”.
Empezaron a divisarse de todas direcciones carruajes, acémilas y personas llenas de provisiones, dirigiéndose todos hacia la llanura de Santa María de los Ángeles, llevando todo lo necesario para el sustento. Entonces, Santo Domingo maravillado de la gran fe y confianza de San Francisco, se arrojó a sus pies y le pidió perdón del juicio poco favorable que de él había formado. Terminado el Capítulo, San Francisco dirigió sus palabras, sobre la vanidad de las cosas mundanas, sobre la preciosidad de las celestiales y particularmente, sobre la confianza que habían de tener en Dios. Y concluyó con estas memorables palabras, tomadas a la letra: “¡Oh mis muy amados hermanos y para siempre benditos hijos! Oídme, oíd la voz de vuestro padre: grandes cosas prometidas: aguardemos aquellas, suspiramos por éstas; el placer es breve, la pena perpetua; el trabajo fácil, la gloria infinita; la vocación es de muchos, la elección de pocos, de todos la retribución. Amén”.
Medítese brevemente en la Providencia Divina de la cual vive el Peregrino, y en la confianza como respuesta al Amor de Dios que se nos entrega como alimento de vida eterna. Pídase la gracia que se necesite.
(Récense cinco Padre Nuestros, Ave Marías y Glorias en honor de las cinco llagas de nuestro Santo Patrono y déjese un compromiso práctico al final de cada meditación).
DÍA CUARTO
CONSIDERACIÓN
Considera el gran respeto que tenía San Francisco al Santo Evangelio, y la viva fe en Dios y en su Iglesia. Acompañado ya de sus dos primeros discípulos, Bernardo de Quintabal, rico propietario de Asís; y Pedro Cataneo, opulento canónigo de aquella catedral; y viendo que ellos estaban dispuestos a seguirle, los hizo entrar en la Iglesia y después de larga y fervorosa oración, hecha la señal de la cruz, San Francisco abrió tres veces el Evangelio, en memoria de la Santísima Trinidad, y a la vez primera salió este oráculo: “Si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes y dalo a los pobres”; la segunda: “No llevéis nada por el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni tengáis dos túnicas”; la tercera: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.
Alzó San Francisco las manos al cielo y, vuelto a sus dos discípulos, exclamó: “He aquí hermanos, nuestra regla y nuestra vida, y la de cuántos quieran vivir en nuestra compañía: id, pues, y haced como habéis oído”.
Un cuarto de hora después, Bernardo y Pedro, distribuían en la plaza pública de Asís a los pobres de la ciudad, el dinero de sus arcas, las prendas de sus armarios y los muebles de sus casas; y en ese mismo día, al caer el sol, el rico ciudadano y el canónigo no tenían más que la túnica de jerga y el cordón que San Francisco les vistiera. Lo mismo hicieron los demás discípulos que se fueron juntando para seguir a Cristo, con San Francisco y su santa locura.
EJEMPLO
Teniendo ya San Francisco 12 discípulos resueltos a dejar el mundo y seguir al Señor, conocida la Voluntad Divina respecto del fin para que los llamara por tan nuevo camino, enteramente desconocido al mundo, se retiró a la soledad y después de muchos ayunos, penitencias y oraciones, conversando Jesucristo con su siervo Francisco, como un amigo conversa con el amigo, escribió la Santa Regla, dictándosela el mismo Altísimo, como dice el Santo; y la confirmó con repetidos milagros, entre otros, el que los mismos discípulos de San Francisco oyeran la voz del mismo Dios que decía: “Francisco, cuanto esta regla contiene, todo es mío, nada tuyo, y quiero que se guarde a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa”.
Escrita, pues, la Regla por inspiración divina, dispuso San Francisco ir a presentarse, con su compañía de hombres como él, hechos pobres y sencillos, a Roma.
El Papa había tenido visiones terribles; entre otras, vio en espíritu que la Basílica de San Juan de Letrán, cabeza y madre de todas las Iglesias de la cristiandad, tambaleaba próxima a desplomarse, y que un pordiosero, en rostro y traje igual al que andaba en Roma, sostenía con sus hombros el inmenso edificio para que no viniera a tierra. Entonces el Papa hizo buscar a Francisco por toda Roma, y al cabo dieron con él en un hospital.
Cuando Francisco se presentó ante el Papa y los cardenales, puso en manos del Pontífice la Regla y, con sencillez admirable y profundísima humildad, dijo a su Santidad que su Señor Jesucristo le había dado aquella Regla de vida, y que suplicaba fuese aprobada por su Vicario en la tierra. El Papa se inclinaba a los ruegos del pobrecillo Francisco, pero los cardenales, asustados de la humildad tan extraordinaria que en ella se prescribía, y de la absoluta cuanto al parecer, sobrehumana pobreza que pretendía para sí y para los suyos el pobre Francisco, la suponían como impracticable, y opinaban que no debía aprobarse.
En esto se levanta Francisco, por insinuación del Pontífice, y habla con un lenguaje tan elevado y divino sobre su Regla delante de aquella augusta asamblea, que todos se quedan santamente aturdidos de una elocuencia tan arrebatadora en un hombre tan sencillo.
Se dirige, principalmente, al mismo Soberano Pontífice, y con poesía verdaderamente divina, le pinta y describe la virtud de la Pobreza de Jesucristo y sus Apóstoles, desconocida ya en el mundo, bajo la bellísima parábola de una doncella pobre, pero hermosa, que habitaba en un desierto. Un gran Rey se enamoró de su modestia y gentileza, y la tomó por esposa, de la cual tuvo muchos hijos, a los cuales llegados ya a la edad madura, dijo su madre: “Hijitos míos, no os avergoncéis, porque hijos sois del Rey: Id, pues, a su corte, y él os suministrará todo lo necesario para vivir”
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Este Rey era Jesucristo; la hermosa doncella, la pobreza, que habita los desiertos porque los hombres la desprecian e injurian. Mas el Rey del cielo se enamoró tan perdidamente de ella, que descendió a la tierra para poseerla; la tomó desde la gruta de Belén, y de ella tuvo hijos en el desierto de la vida: apóstoles, anacoretas, y tantos como el amor de Cristo a la pobreza hizo suyos en el mundo. Beatísimo Padre, la pobreza envía hoy a su Esposo Jesucristo nuevos hijos, que nada quieren del mundo y en todo se asemejan a ella, ¿cómo podrá su Padre abandonarlos?
Esto y tantas otras cosas diría San Francisco, que, al terminar su discurso, el Papa se volvió a los cardenales, exclamando: “He aquí verdaderamente al que, con obras y doctrinas, sostendrá a la Iglesia de Cristo”. Y confirmó su Regla.
Medítese brevemente en el amor por la Palabra de Dios
que debe caracterizar al Peregrino de la Eucaristía.
Pídase la gracia que se necesite.
(Récense cinco Padre Nuestros, Ave Marías y Glorias en honor de las cinco llagas de nuestro Santo Patrono y déjese un compromiso práctico al final de cada meditación).
DÍA TERCERO
CONSIDERACIÓN
Considera las grandes dificultades que tuvo que vencer San Francisco, para seguir en todo, la Voluntad Divina, por el camino que le señalaba. Asís, su patria, que le había visto antes tan pulcro y elegante, ignorando el comercio que San Francisco tiene con el cielo, se admira y no comprende cómo ha dejado el de la tierra, y lo trata como a un loco, viéndolo desarrapado, descalzo, revuelto e inculto su cabello, crecida la barba, la tez marchita, cubierta de polvo, y en todo como fuera de sí, que ha perdido la razón humana; los muchachos se divierten en hostigarle, tirándole ya piedras, ya infecto lodo; los perros, instigados por el populacho, le muerden y tiran con sus dientes de sus harapos.
Francisco lleva todo en admirable paciencia y se siente feliz en verse tan humillado. Su padre se avergüenza al verle en tal estado, y por la disipación de los bienes de familia, que a su parecer ha hecho, lo pone preso en una mazmorra de su casa, de cuya prisión, su madre, más compasiva, después de algún tiempo, lo saca.
Francisco sigue imperturbable el camino que le ha sido señalado: los bienes y riquezas de este mundo nada son para él. En consecuencia tiene que presentarse ante el Obispo de Asís, acusado por su mismo padre. Francisco confiesa sencillamente que aún tiene algunos dineros de lo que había ganado antes con el comercio de la casa paterna.
Por las reclamaciones de su padre y la exhortación del Obispo, entrega esas pocas monedas; y, despojándose con extraña alegría de sus mismos vestidos, y entregándolo todo a su padre en presencia del mismo Obispo, pronuncia estas palabras memorables, que salieron de su corazón como un sollozo sublime: “Hasta ahora os he llamado padre en la tierra; desde hoy más podré exclamar con toda mi alma: Padre Nuestro que estás en los cielos, y en Dios tendré todas las cosas”.
EJEMPLO
En el libro “Florecillas de San Francisco” se cuenta lo siguiente: “Al tiempo que San Francisco andaba todavía en hábito seglar, aunque había abandonado ya el mundo, y se había entregado al desprecio y a la mortificación para hacer penitencia; mientras que muchos le tenían por tonto y como tal era escarnecido; le arrojaban lodo en las calles, tanto sus parientes como los extraños.
Bernardo de Quintabal, que era de los nobles, ricos y pudientes de Asís, comenzó a considerar sabiamente en San Francisco el gran desprecio que hacía del mundo y la paciencia con que sufría las injurias, tanto, que después de ser dos años despreciado y vilipendiado de las gentes, parecía cada vez más constante en sus propósitos; y a pensar y a decir de sí mismo: “Imposible parece que este hermano no posea gracia extraordinaria de Dios”. Y creyéndolo así, lo invitó una noche a cenar y a dormir en su casa, y aceptando San Francisco, fue a cenar y a albergarse con él.
Entonces le entró a Bernardo un gran deseo de contemplar la santidad de su huésped y para esto hizo poner una cama en su propia habitación, iluminada siempre de noche con una lámpara.
San Francisco, para ocultar su santidad, luego que entró en la habitación se echó en su cama e hizo que dormía. De ahí a un rato hizo lo mismo Bernardo, acostándose y empezando a roncar con gran fuerza, como si estuviese dormido profundamente; por lo cual, San Francisco, creyendo verdaderamente que Bernardo dormía, se levantó de la cama, y poniéndose en oración con los ojos y las manos levantadas al cielo con grandísima devoción y fervor decía: “¡Dios mío y todas las cosas!”, y repitiendo esto y llorando con lágrima viva, permaneció hasta el amanecer, siempre repitiendo: “¡Dios mío y todas las cosas!”, por lo cual Bernardo fue tocado e inspirado por el Espíritu Santo, y al amanecer, llamando a San Francisco le dijo: “Hermano Francisco, yo estoy dispuesto de todo corazón a dejar el mundo y a seguirte en todo lo que me mandares”.
Oyendo esto San Francisco, se alegró mucho en su espíritu. Este fue el primer compañero de San Francisco; luego, por motivos igualmente extraordinarios, se le juntaron el Canónigo Pedro Cattani, Egidio y Gil, y luego otros, hasta que se completó en número de doce siendo en esto semejante a Jesucristo.
Medítese brevemente en la alegría, fruto de la expropiación de la propia voluntad y en el desprecio de todas las cosas de este mundo por amor a Dios. Pídase la gracia que se necesite.
DÍA SEGUNDO
CONSIDERACIÓN
Considera el estado en que se encontraba el mundo a la venida de San Francisco. Espantosas revoluciones y sociales sacudimientos levantábanse por doquier, en ademán siniestro contra la Iglesia. Las naciones, las provincias y hasta los mismos pueblos, no pensaban más que en armarse los unos contra los otros y en hostilizarse cruelmente, por lo que se ha dado en llamar espíritu de conquista. Los errores, las herejías y las sectas, como resultado de las grandes turbaciones sociales, pululaban por doquier. Victoriosa la morisma, perjuros los emperadores y los reyes, osados los herejes, y lo que era más doloroso, corrompidas las costumbres de los fieles, ¿quién iba a detener aquel torrente?
La civilización cristiana estaba hecha jirones por los conquistadores. África ya no era patria de los Ciprianos, Tertulianos, Agustinos, etc. Ya habían desamparado los anacoretas el desierto; la Grecia sólo conservaba un cristianismo desmembrado, hasta las vírgenes consagradas a Dios habían desaparecido del mundo; el cielo clamaba justicia, pero la Virgen Santísima le presenta dos grandes siervos suyos: San Francisco y Santo Domingo; y a San Francisco lo presenta como redentor en aquél que es el Redentor del mundo: Nuestro Señor Jesucristo.
EJEMPLO
A poca distancia de Asís se encontraba la Iglesia de San Damián, sola, ruinosa y desierta, cuando San Francisco era joven todavía, y su grande alma, aunque resuelta a obrar lo mejor, no atinaba en qué podía servir, con mayor provecho, al Rey de la gloria.
San Francisco iba, pues, con frecuencia a la solitaria Iglesia de San Damián, y en ella pasaba largas horas, arrodillado o postrado en el suelo, pidiendo a una imagen de Jesús Crucificado que había en el Altar, que señalase un fin, un norte a su vida: “¡Francisco!” -le dijo una voz por tres veces- “levántate y repara mi Casa que se hunde.” Asustado el joven Francisco, al verse solo, quedó como atónito al eco de aquella voz misteriosa; vuelto en sí, resolvió poner en ejecución lo que él entendía que se le mandaba: se dio a mendigar por la ciudad, hallando más burlas y atropellos que limosnas; llegó a vender un caballo y gran cantidad de paños de su casa; trabajaba todo el día; llevaba a cuestas piedras, cal, maderas y todo lo necesario para la reparación de aquella Iglesia.
Concluida ésta, puso mano a restaurar otra llamada de San Pedro, por la gran devoción que le inspiraba la fe vivísima del Príncipe de los Apóstoles.
Luego quiso restaurar otra tercera, distante más de una milla de la ciudad, tan ruinosa que sólo servía de guarida a los pastores y labradores en tiempo de lluvia, llamada Santa María de los Ángeles o Porciúncula, por ser pequeña. En todo esto preludiaba Francisco, -dice su glorioso cronista San Buenaventura- las tres Órdenes que por inspiración divina había de fundar para reparar la gran morada de la Iglesia Universal; mas él no lo sabía, y sólo pensaba en aquellos tres santuarios, testigos de sus primeras lágrimas y objeto de su primera solicitud.
Medítese brevemente en la misericordia de Dios que
responde a las necesidades del hombre, por medio de sus Santos, y los distintos carismas en la Iglesia y en cómo la Voluntad de Dios se descubre por el Amor.
Pídase la gracia que se necesite.
DÍA PRIMERO
CONSIDERACIÓN
Considera que antes de nacer San Francisco tuvo su precursor y sus profetas; un personaje desconocido recorría con frecuencia las calles de Asís, gritando: ¡Paz y Bien!.
San Buenaventura, San Bernardino de Sena, León X
y otros, prueban que se refiere a San Francisco aquel pasaje del Apocalipsis: “Yo vi a otro Ángel que salía del Oriente, que tenía la señal del Dios vivo”. Corría el año de 1182, los astros centelleaban con sorprendente lucidez en una noche serena y magnífica; la ciudad de Asís, expectante, recibiría a un tierno niño, en casa de Pedro Bernardone, junto a su esposa Pica de Bourlemont, quien le daría a luz con singular providencia, en un establo junto a un asnillo y a un buey. Así fue el nacimiento de aquel niño a quien en el Santo Bautismo se puso el nombre de Juan, pero que después se llamaría Francisco; fue semejante al de Nuestro Señor Jesucristo para significar con esto lo que iba a ser su vida: imagen del Redentor y evangelio vivo dado a los hombres.
EJEMPLO
El jovencillo Francisco, de natural dulce, jovial y alegre, se entretenía con los de su edad en juegos pueriles; y años más tarde, sería comunicativo, de afabilísimo trato y marcadamente desprendido, siguiendo por oficio el de su padre, entre las fluctuaciones del comercio. A pesar de ello, no se dejó llevar por la codicia (como bien diría su cronista San Buenaventura), por un singularísimo favor del cielo.
Cierto día, elegantemente vestido iba a probar sus atavíos al campo, cuando un soldado de familia hidalga, pero pobre y haraposo, se presentó a Francisco y, con acento lastimero, le pidió una limosna por amor de Dios; San Francisco, movido a compasión, se desprendió de sus galas y las dio a aquel pobre soldado en cambio de sus harapos.
La noche siguiente, San Francisco tuvo un sueño extraordinario. Vio un soberbio y magnífico palacio cuyas largas galerías y espaciosos salones, ricamente decorados, estaban llenos de lujosos vestidos y resplandecientes armas, en las que estaba grabada la señal de la cruz. Él, admirado, preguntóse a sí mismo sobre el destino de todo aquello, a lo que una voz respondió: “Todo esto es para ti y para tus soldados”.
San Francisco, lleno de entusiasmo por aquella visión, salió de Asís persuadido de que su destino era ocupar un lugar distinguido en la milicia; salió rumbo a alistarse en el ejército de Gualtero de Briena. Pero de camino, hallándose descansando en Espoleto, durmióse, y en un sueño oyó la misma voz que le decía: “Francisco, ¿a quién prefieres servir?, ¿al opulento o al miserable?, ¿al vasallo o al rey?”, respondió: “¡Señor! Al rey prefiero”; y replicó aquella voz de origen divino: “Pues, ¿cómo lo dejas por el vasallo?”. “¿Qué quieres que haga, Señor?” Dijo Francisco. “Torna a tu patria, allí lo irás sabiendo”. Volvióse San Francisco rumbo a Asís, desconociendo la celestial milicia a que Dios le llamaba”.