15 de marzo

Llamados a ser canales de salvación

IV Lunes de Cuaresma

Llamados a ser canales de salvación
15 de marzo

Todos hemos atravesado momentos de dificultad en nuestra vida; más aún, quizá haya quien se halle inmerso en ellos… no obstante, en fe debemos esperar, como el salmista, pues «al atardecer nos visita el llanto; por la mañana, el júbilo».

También bajo esta óptica podríamos ver a aquel padre de quien nos habla el Evangelio, que angustiado por la salud de su hijo acude al Señor, exponiéndole su agobio y su necesidad… Atendamos, a este encuentro; fijémonos en cada expresión y gesto del Divino Maestro, y examinemos si nuestra respuesta a su Palabra coincide con la de aquel funcionario que, confiado, pone por obra cuanto el Señor le indica y por eso recobra a su pequeño con salud.

Efectivamente, la fe es la respuesta que Dios nuestro Señor espera de cada uno de nosotros para renovar nuestra existencia, para transformarnos, de hombres y mujeres absortos en nosotros mismos, en auténticos servidores de nuestros hermanos, pues no está la felicidad en ser servidos ni satisfacer nuestras ilusiones, sino en que el amor pase por medio nuestro a toda la humanidad, convirtiéndonos en canales de salvación.

¡Cuántas personas que se experimentaban incapaces de levantarse de la depresión e incluso de los vicios, han encontrado la auténtica salud y una alegría hasta ahora desconocida, frecuentando los sacramentos, rezando el Rosario en familia y en grupo, y acompañando, por ejemplo, la pastoral social de la parroquia, ayudando en un comedor comunitario, en las visitas a los enfermos, en la asistencia a los presos, en la atención a las familias necesitadas, etc!

El Señor sale a nuestro encuentro para abrir nuestros ojos a las maravillas de su Voluntad, diciéndonos: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis» (cf. Mt 25, 31-40). Quiere mostrarnos que encontramos la verdadera alegría cuando buscamos la salvación de nuestros hermanos e intercedemos por ellos, recordando aquellas palabras de nuestra Madre Santísima a los santos pastorcitos en Fátima: «Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores; que van muchas almas al infierno, porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas».

Compromiso de hoy

Leamos el siguiente extracto de las Memorias de la hermana Lucía, y roguemos a María que inflame nuestros corazones en un profundo deseo de salvar las almas.

AMOR A LOS PECADORES

 

Jacinta, tomó tan a pecho el sacrificio por la conversión de los pecadores que no dejaba escapar ninguna ocasión. Había allí unos niños, hijos de dos familias de Moita, que pedían de puerta en puerta. Los encontramos un día que íbamos con las ovejas. Jacinta, cuando los vio, nos dijo:

– ¿Damos nuestra merienda a aquellos pobrecitos por la conversión de los pecadores?

Y corrió a llevársela. Por la tarde me dijo que tenía hambre.

Había algunas encinas y robles. Las bellotas estaban todavía bastante verdes, sin embargo le dije que podíamos comer de ellas.

Francisco subió a la encina para llenarse los bolsillos, pero a Jacinta le pareció mejor comer bellotas amargas de los robles para hacer mejor los sacrificios. Y así, saboreamos aquella tarde aquel delicioso manjar. Jacinta, tomó esto por uno de sus sacrificios habituales; cogía las bellotas amargas o las aceitunas de los olivos.

Le dije un día:

– Jacinta, no comas eso, que amarga mucho.

– Las como porque son amargas, para convertir a los pecadores.

No fueron solamente éstos nuestros ayunos; acordamos dar a los niños nuestra comida, siempre que los encontrásemos y las pobres criaturas, contentas con nuestra generosidad, procuraban encontrarnos esperándonos en el camino. En cuanto los veíamos, corría Jacinta a llevarles toda nuestra comida de ese día, con tanta satisfacción como si no nos hiciese falta.

Nuestro sustento era entonces: piñones, raíces de campánulas (es una florecita amarilla que tiene en la raíz una bolita del tamaño de una aceituna), moras, hongos y unas cosas que cogíamos de las raíces de los pinos, que no recuerdo como se llamaban, y también fruta, si es que la había ya en las propiedades de nuestros padres.

Jacinta parecía insaciable practicando sacrificios. Un día, uno de nuestros vecinos ofreció a mi madre un campo donde apacentar nuestro rebaño; pero estaba bastante lejos y nos encontrábamos en pleno verano. Mi madre aceptó el ofrecimiento hecho con tanta generosidad y nos mandó allá. Como estaba cerca una laguna donde el ganado podía ir a beber, me dijo que era mejor pasar allí la siesta, a la sombra de los árboles. Por el camino encontramos a nuestros queridos pobrecitos, y Jacinta corrió a llevarles nuestra merienda. El día era hermoso, pero el sol muy ardiente; y en aquel erial lleno de piedras, árido y seco parecía querer abrasarlo todo.

La sed se hacía sentir y no había una gota de agua para beber; al principio, ofrecíamos este sacrificio con generosidad, por la conversión de los pecadores; pero pasada la hora del mediodía, no se resistía más.

Propuse entonces a mis compañeros ir a un lugar cercano a pedir un poco de agua. Aceptaron la propuesta y fui a llamar a la puerta de una viejecita, que al darme una jarra con agua me dio también un trocito de pan que acepté agradecida y corrí para repartirlo con mis compañeros. Di la jarra a Francisco y le dije que bebiese:

– No quiero – respondió.

– ¿Por qué?

– Quiero sufrir por la conversión de los pecadores.

– Bebe tú, Jacinta.

– ¡También quiero ofrecer el sacrificio por los pecadores!

Derramé entonces el agua de la jarra en una losa, para que la bebiesen las ovejas, y después fui a llevarle la jarra a su dueña. El calor se volvía cada vez más intenso, las cigarras y los grillos unían sus cantos a los de las ranas de una laguna cercana, y formaban un griterío insoportable. Jacinta, debilitada por la flaqueza y por la sed, me dijo con aquella simplicidad que le era natural:

– Diles a los grillos y a las ranas que se callen; ¡me duele tanto la cabeza!

Entonces Francisco le preguntó:

– ¿No quieres sufrir esto por los pecadores?

– Sí, quiero; déjalos cantar – respondió la pobre criatura apretando la cabeza entre las manos.

(Memorias de la Hermana Lucía)