«Jamás ha hablado nadie como ese hombre». Esta expresión que acabamos de leer de los soldados, ha de resonar en lo profundo de nuestro corazón, renovando nuestro amor y agradecimiento hacia nuestro Divino Salvador. ¿Quién soy yo para que Dios me hable, para que me busque y con insistencia toque a mi puerta con las palabras más dulces, elocuentes y eficaces? ¿Quién soy para que la Palabra Eterna del Padre se haya encarnado y ofreciendo su vida como manso Cordero se entregue por mí, sometiéndose a los más crueles tormentos, hasta morir en la Cruz? ¿Quién soy yo para recibirle vivo y glorioso en la santa Comunión? Nunca encontraremos a nadie, ni criatura, ni cosa alguna que sacie nuestro corazón, que lo colme, que lo haga descansar…
Sólo en Cristo Jesús, el Verbo del Padre, nuestro ser es saciado; sólo en Él hallamos respuesta a todos nuestros interrogantes más profundos, porque en Él y por Él fueron creadas todas las cosas. No busquemos otra palabra, otra revelación distinta, otra salvación, otro camino; el mundo nos propone muchos métodos y prácticas para encontrar la felicidad, soluciones aparentes para hallar la paz que tanto anhelamos, pero ya se nos ha dado el Salvador, el ÚNICO QUE DA VIDA ETERNA: ¡JESUCRISTO NUESTRO DIOS Y SEÑOR!
No lo despreciemos, no echemos en el olvido sus palabras como lo hicieron los magistrados y fariseos, que creían cumplir la ley y saber mucho de Dios, pero, enceguecidos por sus mismas ideas y razonamientos, endurecieron el corazón y no fueron capaces de reconocer la visita de su Señor, sino que terminaron rechazándole y dándole muerte.
Vivamos con nuestra Madre Dolorosa esta santa Cuaresma y, refugiados en su Inmaculado Corazón, supliquémosle la gracia de la conversión, para acoger a su Hijo como Ella lo hizo. Él nos habla a diario en la Sagrada Escritura, en la Santa Misa, cuando estamos delante de Él en la Adoración Eucarística y su Palabra resuena en lo más cotidiano; escuchémosle y obedezcámosle abrazando su Cruz hasta el final.