Siguiendo el llamado de Dios al sacerdocio

«Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente, colmándolo de amor».

Cardenal Francisco Javier Nguyen van Thuan

«Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente, colmándolo de amor».

Nace en Hue, Vietnam, el 17 de abril de 1928, descendiente de una familia de mártires. Fue educado cristianamente por su abuela y su madre, y en su familia se vivía una fe inconmovible. Siguiendo el llamado de Dios al sacerdocio, es ordenado presbítero el 11 de junio de 1953, luego se traslada a Roma, y posteriormente vuelve a Vietnam como profesor, rector del seminario, vicario general y, finalmente, desde el 3 de abril de 1967, es consagrado obispo de Nha Trang.

Era admirado y muy amado; su ministerio, en apenas ocho años, produjo buenos frutos, y el número de los seminaristas mayores pasaron de 42 a 147, y el de los menores, de 200 a 500.

A partir del Concilio Vaticano II, se dedica con todas sus fuerzas a reforzar la presencia de los laicos y los jóvenes en la Iglesia. Sin embargo, Cristo quería que ese espíritu abnegado se aquilatara más todavía con el sufrimiento de la persecución, asociando sus sufrimientos a su Cruz, y convirtiéndolo en un increíble apóstol de la Eucaristía.

El 24 de abril de 1975, pocos días antes de que el régimen comunista tomara el poder en Vietnam, el padre Van Thuan es nombrado arzobispo coadjutor de Saigón (Ho Chi Minh). Semanas después, es arrestado y encarcelado: empezaba una negra noche que duraría 13 años, sin juicio ni sentencia. En el trayecto, inspirado por el Señor, combatirá la tentación del desánimo con fe en su corazón: «Yo no esperaré. Voy a vivir el momento presente, colmándolo de amor». Será recolectando cualquier pedacito de papel que encuentre, como compondrá cartas para mantener el ánimo de los fieles; la recopilación de estos escritos llegará a convertirse incluso en libros.

Nunca podré expresar mi gran gozo: todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la Misa.»

Durante su cautiverio vivió momentos dramáticos. He aquí algunas de sus experiencias en prisión: «Cuando los comunistas me metieron en el fondo del barco Hâi-Pông con otros 1,500 prisioneros, para transportarnos al norte, viendo la desesperación, el odio, el deseo de venganza sobre las caras de los detenidos, compartí su sufrimiento, pero rápidamente me llamó otra vez esta voz: “Escoge a Dios y no las obras de Dios”, y yo me decía: “De veras, Señor, aquí está mi catedral, aquí está el pueblo de Dios que me has dado para que lo cuide. Debo asegurar la presencia de Dios en medio de estos hermanos desesperados, miserables. Es tu Voluntad, entonces es mi elección».

Juntando cualquier trozo de papel que llegaba a sus manos, se creó una minúscula Biblia personal en la que transcribió más de 300 frases del Evangelio que recordaba de memoria, este fue su tesoro más preciado; unido al momento central de su jornada: LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA, cuyas oraciones y plegarias rezaba de memoria:

«Cuando fui arrestado tuve que salir súbitamente, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir y pedir las cosas más necesarias: ropa, pasta dental… Escribí a mi destinatario: “Por favor, mándenme un poco de vino, como medicina contra el mal de estómago”. Los fieles entendieron lo que eso significaba: me mandaron una pequeña botella de vino para la Misa, con una etiqueta que decía “medicina contra el mal de estómago”, y las hostias las ocultaron en una antorcha que se usa para combatir la humedad. La policía me preguntó:

– ¿Tiene usted mal de estómago?

– Sí.

– Aquí hay un poco de medicina para usted.

Nunca podré expresar mi gran gozo: todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la Misa.»

Recluido con otros presos, se había ingeniado un relicario con los envoltorios de cigarrillos para poder conservar las Sagradas Hostias. De este modo, en la noche, después de apagadas las luces, por debajo del mosquitero daba la comunión a los fieles que se acercaban con devoción. Con ellos también había organizado turnos de adoración nocturna: «Durante la noche los presos se turnaban en la adoración; Jesús eucarístico ayuda inmensamente con su presencia silenciosa. Muchos cristianos volvieron al fervor de la fe durante esos días; hasta los budistas y otros no cristianos se convirtieron. La fuerza del amor de Jesús es irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina bajo tierra durante la tempestad.»

«Ofrezco la Misa junto con el Señor: cuando distribuyo la comunión me doy a mí mismo junto al Señor para hacerme alimento para todos. Esto quiere decir que estoy siempre al servicio de los demás.»

Grande, en verdad, fue su padecer, todos esos años, cercado por desprecios y maltratos, pero para este santo obispo, enamorado de Dios y de su gracia, cada instante se le convirtió en “trampolín” para elevar su corazón e incluso el de sus perseguidores, a la bondad de Dios y al poder de su Amor misericordioso.

Su gran simpatía le valió la amistad de sus carceleros, quienes clandestinamente le proveyeron del material necesario para realizar una cruz y su respectiva cadena, que formarían su pectoral. «Esa cruz y esa cadena las llevo conmigo todos los días, no porque son un recuerdo de la prisión, sino porque indican una convicción mía profunda, son un constante reclamo para mí: sólo el amor cristiano puede cambiar los corazones, no las armas, las amenazas, los medios de comunicación.

Ha sido muy difícil para mis guardias comprender cómo se puede perdonar, amar a los enemigos, reconciliarse con ellos:

– ¿De veras nos ama?

– Sí, los amo sinceramente.

– ¿A pesar de que le hacemos mal? ¿Aun sufriendo por haber estado años en prisión sin haber sido juzgado?

– Piensen en los años en que hemos vivido juntos. ¡Realmente los he amado!

– Cuando quede en libertad, ¿no mandará a los suyos a hacernos el mal, a nosotros o a nuestras familias?

– No, continuaré amándolos, aunque me quisieran matar.

– Pero, ¿por qué?

– Porque Jesús me ha enseñado a amarlos. Si no lo hiciera, no sería digno de ser llamado cristiano».

En la cumbre de la prueba, el Cardenal Van Thuan manifestó al Señor por medio de Nuestra Madre Inmaculada su total disponibilidad para servirle a Él y a sus hermanos. Con gran simplicidad y confianza del niño que se abandona y vive los deseos de su Madre, rezó: «¡Madre, si ves que ya no podré ser útil a tu Iglesia, concédeme la gracia de consumar mi vida en la prisión. Pero, en cambio, si tú sabes que todavía podré ser útil a tu Iglesia, concédeme salir de la prisión en un día que sea fiesta tuya!» Su deseo fue conforme al Beneplácito Divino, y el 21 de noviembre de 1988, fiesta de la Presentación de la Virgen, fue liberado, aunque desde 1991 y hasta su muerte hubo de vivir exiliado en Roma.

San Juan Pablo II, que le tenía gran estima, le nombró presidente del Pontificio Consejo Justicia y Paz, y lo creó cardenal en 2001. El 16 de septiembre de 2002 murió a causa de un cáncer en una clínica romana. Poco tiempo después se puso en marcha su proceso de beatificación, y en 2017 S.S. Francisco le otorgó el título de «Venerable».