El Padre Pío de Pietrelcina, cuyo nombre de pila era Francesco Forgione, nació en Pietrelcina, en un pequeño pueblo de la provincia de Benevento, el 25 de mayo de 1887. Perteneció a una familia humilde de siete hermanos.
Desde la tierna edad Francesco experimentó en sí el deseo de consagrarse totalmente a Dios. Mamá Pepa, su madre, contaba: «No cometió nunca ninguna falta, no hizo caprichos, siempre obedeció a mí y a su padre. Cada mañana y cada tarde iba a la Iglesia a visitar a Jesús y a la Virgen. Durante el día no salía nunca con los compañeros. A veces le decía: «Francí, sal un poco a jugar». Él se negaba diciendo: «No quiero ir porque ellos blasfeman», y cuando escuchaba una blasfemia se llenaba de dolor y huía para esconder su llanto y su amargura».
Desde 1892, cuando apenas tenía cinco años, ya vivía sus primeros éxtasis y las apariciones eran tan frecuentes que al niño le parecía que eran absolutamente normales.
A los once años de edad sintió la misión extraordinaria para la que fue llamado por Dios de la cual escribió en su diario aludiendo a dicha época: «Sentía dos fuerzas que chocaban dentro de mí y me desgarraban el corazón. El mundo me quería con él, pero Dios me llamaba a una nueva vida. El sólo recuerdo de la lucha que se realizó dentro de mí hiela mi sangre. Más, mis enemigos que son los Tuyos, seguían tiranizándome, dislocándome los huesos y retorciéndome las entrañas. Al fin apareciste Tú y ofreciéndome tu mano omnipotente me has llevado a donde me llamabas. Desde entonces has confiado a tu hijo una misión grandísima, que solo Tú y yo conocemos. Sí, íntima y frecuentemente escucho tu voz que me exhorta: «Santifícate y santifica a los demás»…» Desde entonces el destino de Francesco quedó trazado para siempre, su vida fue en adelante una continua inmolación con Cristo por la salvación de las almas en el abandono total a la Voluntad del Padre.
Con el pasar del tiempo, pudo realizarse para Francesco lo que fue el más grande de sus sueños: consagrar totalmente su vida a Dios. El 6 de enero de 1902, fue admitido en el noviciado de los frailes Capuchinos de Morcone, donde profesó el 22 de enero de 1903, tomando el nombre de Hermano Pío.
En el transcurso de su noviciado, el maestro de novicios se dio cuenta que el Hno. Pío vivía sin tomar alimento sostenido solamente por la Comunión. Se resistía a creer la verdad de aquel misterio, y para comprobarlo le prohibió comulgar. El Hno. Pío obedeció fielmente pero se sintió morir. Ante los resultados, el maestro suprimió la prueba.
Con frecuencia sufría persecuciones diabólicas, especialmente por la noche. Los frailes oían el estrépito de su celda y sobre su cuerpo aparecían los magullamientos y las heridas de aquella lucha inconcebible. El demonio se le aparecía de muchas formas para tentarlo y furioso le gritaba: «Nos das más molestias tú que San Michelle, no nos arranques las almas y no te molestaremos».
Fue ordenado sacerdote en la Catedral de Benevento el 10 de agosto de 1910. Ese día redactó de su puño y letra: «Jesús, mi aliento y mi vida. Hoy que tembloroso te elevo en el misterio de amor, sea contigo, para el mundo, camino, verdad y vida… Y para Ti, sacerdote santo y víctima perfecta…»; y aceptando los clavos del Señor se convirtió en carne para la vida del mundo, en alimento de vida eterna, en luz que es puesta en lo alto para iluminar a aquellos que viven en las tinieblas del pecado.
Una vez ordenado fue enviado a Pietrelcina, ya que su salud era precaria. Algunos de sus hermanos huían de su presencia temiendo ser contagiados y los médicos quedaban desconcertados ante los misteriosos fenómenos patológicos que le sucedían al Padre Pío.
En el período de 1910 a 1916, a la vista de sus continuas dolencias y sufrimientos, se ofreció como víctima por la humanidad y en medio de su debilidad manifestaba la fuerza de Dios: el amor; amor que apuesta por perderlo todo con tal de ganar a todos para Dios, amor hasta el extremo que se entrega sin reserva alguna.
El Padre Pío iniciaba sus días despertándose por la noche, antes del alba. Se dedicaba a la oración con gran fervor aprovechando la soledad y silencio de la noche. Visitaba por largas horas a Jesús Sacramentado preparándose para la Santa Misa, fuente de la que bebía incesantemente, fortaleciéndose en el amor, para acercar a las almas hacia Dios por medio del Sacramento de la Confesión. La Eucaristía era el centro de su vida, de allí emanaba toda la fuerza y la gracia que le impulsaba en la misión que le había sido confiada por el Padre. Descubría que Aquel que convierte el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, tenía poder para transformar los corazones más empedernidos, porque nada es imposible para Dios.
A pesar de sus sufrimientos y dolencias, fue llamado a prestar el servicio militar en 1914. Durante aquellos días de vida en el cuartel fue objeto de las burlas continuas de sus compañeros, realizando los trabajos más indignos y siendo ofendido y molestado por cuantos convivían con él, recibiendo blasfemias y comentarios groseros. El Padre Pío vencía el mal a fuerza de bien, porque su Bien era Dios mismo, su única riqueza y su único amor, quien le había dicho: «Rogad por los que os persiguen», palabra que siempre guardó en lo más profundo de su corazón y que vivió en los momentos más duros y difíciles. Finalmente, fue declarado inútil y licenciado definitivamente.
En el atardecer del 5 al 6 de agosto de 1918, cuando se encontraba confesando, se le presentó un personaje celeste que llevaba en la mano una especie de lanza de hierro con una punta afilada hecha como de fuego. En el acto hundió con fuerza el instrumento en su alma, «y desde aquel día, -escribe-,«estoy herido de muerte y vivo en lo más hondo de mi alma, una herida que siempre está abierta y me hace sufrir constantemente».
Uno de los acontecimientos que señaló intensamente su vida fue lo que sucedió el 20 de septiembre de 1918, día escogido por el Señor. El Padre Pío se encontraba solo en el convento, el cual había sido despoblado a causa de la guerra. El Padre Paulino y el Hno. Nicolás habían salido. El Padre Pío estaba en el Templo, frente al Altar Mayor, rezando arrodillado ante un gran crucifijo. Acababa de celebrar la Misa y una vez más se había ofrecido como víctima por la salvación de los hombres. Es entonces cuando sucedió su crucifixión. Vio delante de él al mismo personaje celeste que anteriormente se le presentó con la lanza pero esta vez brotaba sangre de sus manos, sus pies y su costado. Cuando el personaje desapareció, el Padre Pío se dio cuenta de que sus manos, sus pies y su costado estaban traspasados y chorreaban sangre. Desde entonces la herida del corazón asiduamente sangraba, comenzando el jueves por la tarde hasta al sábado. Solo hablaba de ello por obediencia y dando muestras constantes de humildad y vergüenza. Sincero y obediente a todas las indicaciones del superior se ponía en manos de los médicos, quienes realizaban en las heridas del Padre toda clase de estudios, declarando que dichas heridas no tenían explicación por vía natural.
Los peregrinos que llegaban en busca del Padre Pío eran numerosos y cuando celebraba la Misa los fieles comprendían, en parte, el profundo sentido del Santo Sacrificio. Y esto sucedía no porque él hiciera algo extraordinario sino porque en la obediencia, en el amor y la fidelidad a Cristo no pronunciaba palabra alguna por cuenta propia sino que permitía que Aquel que es la Palabra Eterna del Padre, Cristo, se pronunciara en él y pasara haciendo el bien. Acerca del misterio de la Eucaristía decía: « ¿No es cada Misa una invitación que Cristo hace a sus miembros para hacerse con su parte en la Pasión redentora…?. La Misa debe ser para cada cual una ocasión de transubstancializar nuestros dolores que, incorporados a Cristo, adquieren valor de eternidad». Muchos de sus fieles decían: «Quien dudase de la Presencia Real, no tiene sino que asistir a su Misa», porque conservando intacta la sublime gracia del Sacerdocio se configuró totalmente con Cristo en la Eucaristía viviendo con Él y en Él, su Pasión, Muerte y Resurrección. Recomendaba insistentemente a sus dirigidos la Misa y la Comunión diaria y solía decir: «la Misa es lo más grande del mundo, cada día salva al mundo de la perdición». «Por nada del mundo deje la Comunión de cada día. Desprecie todas las dudas que le asalten sobre el particular. Mientras no se esté seguro de haber cometido una falta grave no hay por qué renunciar a la comunión».
Después de la Misa comenzaban las confesiones. El Padre Pío sabía distinguir a sus hijos a distancia pues tenía el don de penetrar el alma, por eso, muchas veces se adelantaba al penitente, concretando fechas y dándole detalles de todo aquello que el tiempo y la incredulidad había borrado. El Padre veía claramente el estado del alma y el alma se sentía vista. También captaba a distancia las llamadas urgentes de quienes pedían su intervención: «Mujer de poca fe, -le dijo en una ocasión a una penitente que llevaba varios días persiguiéndole para que le escuchara su súplica-, ¿cuándo me dejarás en paz y acabarás de martillarme los oídos? No soy mudo ni sordo. Me lo has repetido ya cinco veces y en todos los tonos. Ya lo sé, no te preocupes. Corre a tu casa; Dios te ha concedido cuanto pedías». Tenía también el don de bilocación y acudía en ayuda de aquellos sus hijos que más lo necesitaban. Como el Buen Pastor cuidaba con solicitud amorosa de cada una de las ovejas que el Señor le había confiado, defendiéndolas de las tentaciones y confortándolas en las luchas.
Las conversiones se daban en gran número: ateos, masones, libertinos, marxistas, asesinos; todos se encontraban con Cristo, todos quedaban al descubierto frente a la mirada de Dios y en el Padre Pío quedaba de manifiesto la Voluntad Divina para cada alma, era al Señor a quien predicaba con todo su ser convirtiéndose en manifestación del amor divino: «¡Padre, yo no creo en Dios!», le decía un hombre; «Pero Dios, hijo mío, sí que cree en ti», le respondía él.
En la Navidad del año 1929 murió su madre. El Padre Pío se sintió desolado y decía: «Estoy llorando de amor, nada más que de amor». Muchos esperaban que por medio de él Dios obrara el milagro de la curación de su madre pero él no reclamaba nada para sí, era un trato que había hecho con el Señor, pues ya no se pertenecía sino que lo había entregado todo al Señor, incluso lo más preciado.
Creó los «grupos de oración» con los que pretendió llevar a la práctica las enseñanzas del Papa Pío XII que frente a la situación de aquellos años de aletargamiento del espíritu, anemia de la voluntad y frialdad del corazón, indicó el único remedio: la oración.
También el Señor llevó a cabo en él la obra de la «Casa Alivio del Sufrimiento» que fue inaugurada el 5 de mayo de 1956. Las palabras del Padre Pío fueron: «Al lecho del enfermo no basta con llevar los conocimientos científicos; es preciso llegar a ellos también con amor. Habladles a vuestros enfermos y llevad a Dios a sus almas. Esta será para ellos la mejor cura».
Vivió grandes sufrimientos en un abandono total a la Voluntad de Dios. En 1923 el Santo Oficio prohibió sus cartas espirituales. Luego, sus enemigos lo acusaron de inmoralidad y de actuaciones diabólicas. Para aislarlo de sus penitentes le prohibieron salir, asomarse por las ventanas y ya no le permitieron celebrar la Eucaristía en público.
En 1933 cesó la primera persecución, pudo volver a celebrar Misa en público y se reanudaron las confesiones. En el año 1959 comenzó la segunda persecución que duró hasta su muerte. El Padre Pío, aún en la experiencia más profunda de sequedad y desolación se abrazaba a la cruz de Cristo, abandonándose en el Querer del Padre y sabiendo que cada tribulación sufrida llevaba consigo un inmenso caudal de gracias para las almas. Sabía que no era por lo mucho que él hiciera que sus hijos eran alimentados, sino por su acogida amorosa de la Voluntad de Dios, allí su vida toda era verdadero alimento que sacia el hambre de la multitud hambrienta. Expresaba: “Mis sufrimientos interiores crecen más y más sin descanso. Ya sé que así lo ordena el Señor y que de esta manera desea ser querido por sus criaturas».
Anunció su muerte y la esperó con alegría. Celebró su última Misa el 22 de septiembre de 1968. En esta última Misa cayeron sobre el altar parte de las costras de sus llagas que milagrosamente se cerrarían el último día de su vida.
En la madrugada del 23 de septiembre se confesó y al acabar su confesión dijo al Padre enfermero: «Si hoy el Señor me llama, pido perdón a todos mis hermanos por las molestias que les he ocasionado, y que ellos y mis hijos espirituales eleven una oración por mi alma». Al cabo de unas horas su salud empeoró y acudieron a su lecho varios de sus hermanos que comenzaron a rezar junto a él. Le dieron la Unción de los enfermos y mientras el Padre Pío pronunciaba los nombres de Jesús y de María murió y entró en la vida…
Sus profundas llagas con cincuenta años de existencia se cicatrizaron solas instantáneamente. El Padre Pío fue un hombre pobre, gratuito y alegre que viviendo sumergido en el seno Inmaculado de su Santa Madre, la Virgen María, aprendió de ella el gran misterio de ser el esclavo del Señor, no reclamando nada para sí y entregándose por completo a la Voluntad de Dios. Ella fue quien conservó intacta en él la gracia sublime del Sacerdocio, descubriéndole, en parte, el misterio insondable de la Eucaristía.
«Cuántos dones, cuántas gracias, cuántos milagros me has regalado. Has venido a vivir y a sufrir dentro de mi cuerpo. Yo dentro de Ti y Tú dentro de mí, ¡qué gran misterio! Gracias Padre mío. Está bien, estoy listo, cuando Tú quieras».